Blog de crítica de la cultura y otras balas de fogueo al gusto de Óscar S.

Encuadre: página de "Batman: Year One", Frank Miller y David Mazzucchelli, 1986-7, números 404 a 407 de la serie.

domingo, 22 de enero de 2012

Carrington, por Israel S.

http://www.contraelamor.com/2012/01/contralove-films-presenta.html

Estamos ante una de esas rarísimas ocasiones en que las relaciones libres son retratadas en una película sin paternalismo ni condena. El hecho es tan insólito que nos conmina a la suspicacia.
Las limitaciones de Carrington como descripción del amor libre son notables, pero también lo son sus aciertos y esto es, al fin y al cabo, lo que la distingue y la trae a este blog. Recalquemos sus virtudes, pues es difícil encontrarlas en cualquier producto cultural en que el amor esté presente como contenido relevante. Adelanto que analizo la historia con independencia de si sus decisiones de guión provienen del libro en el que está basada o de la biografía de los personajes. Para poder centrarme en los aspectos más próximos el tema del blog la juzgaré, en todo momento, como si fuera una historia desarrollada desde la más absoluta libertad creativa.

Destacaré tres de esas virtudes, la primera de las cuales es difícil de entender como tal hasta para los más voluntariosos seguidores de las relaciones abiertas. Se trata de la ausencia de celos. Los individuos que establecen una relación abierta no sólo tiene la dificultad de enfrentarse a los celos hacia otras relaciones, dificultad que, al fin y al cabo, está en su mano resolver, pues de su inteligencia emocional depende. Deberán, además, enfrentarse a los celos que ellos provocan en terceros que, habitualmente, aceptarán la apertura más por conveniencia que por convicción, valorando que presionarán más eficazmente en detrimento de su adversario una vez que se encuentren bien afianzados en el afecto del objeto de deseo. La película es una buena herramienta para analizar la verdadera dinámica de los celos. Observaremos enseguida que, ante la ausencia de condena (la “comprensión” hacia el celoso que “no puede evitar serlo”) el individuo más conciliador, es decir, el que con mayor ecuanimidad reconoce los derechos de los otros a disfrutar del afecto de su compañero, será el más perjudicado. Dora se pasará el metraje completo procurando mitigar la angustia celopática de sus sucesivos compañeros de vocación monógama, a costa de perjudicar a Lytton, el único que, precisamente, tolera la presencia del resto. En el momento en que empezamos a echar de menos que algún personaje se indigne contra el egoísmo manipulador de los monógamos podemos considerar que la película ha realizado ya una tarea encomiable.

En segundo lugar, merece la pena reivindicar la tolerancia sobre la asimetría en la relación. No ya sólo de edad, que podría juzgarse como la razón de las restantes, sino intelectual y emocional. Salta a la vista que Lytton es (¿aún?) intelectualmente superior a Dora, pero eso no crea desazón en ninguno de los dos, y la admiración que ella experimenta no exige ser devuelta en forma de una admiración equivalente. Puede ser esta admiración el componente fundamental del consistente enamoramiento de ella, que tampoco será retribuido en la misma forma, sin que por ello se llegue a la incompatibilidad emocional a la que la filosofía del amor nos empuja en nuestra propia experiencia. Aquí no sirve la norma de buscar a alguien que esté enamorado de nosotros. Es mucho más importante que nosotros lo admiremos (sería discutible si ello debe llevar al enamoramiento irracional al que algunas veces llega Dora) y que él nos respete y nos permita disfrutar de las virtudes admiradas. El amante debe considerarse afortunado en tanto que alcanza su objeto, no en tanto que lo domina mediante el chantaje emocional de amenazar con retirarle su amor.

Por último, es también digna de elogio la indefinición de género de los dos personajes principales. Es evidente que es esta misma indefinición, y no sólo su desarrollo ético, lo que los encamina en la senda de las relaciones abiertas, pues difícilmente pueden, ni entender la que ellos mismos mantienen, ni encontrarle un hueco en la sociedad de su tiempo. Aún así (y a pesar de la lamentable caracterización de Emma Thompson como chica de marcado carácter masculino, en la que no parece sentirse del todo cómoda) la indefinición, especialmente cuando están juntos, resulta genuina, espontánea y estable, sin la tirantez interna a la que otros guionistas someten a sus personajes cada vez que deben presentarlos en condiciones eroticosentimentales que consideran discutibles o, al menos, poco firmes.

Debo decir, y lamentar, que no recuerdo otra película, no sólo que reúna estas tres virtudes, sino tan siquiera que haga alcanzar a alguna de ellas el desarrollo que alcanzan en ésta. Triste situación para quien querría poder explicar su propuesta de relaciones abiertas con algo más que teoría.

Deslizaré sólo un par de críticas perfectamente perdonables dado el punto de partida ideológico desde el que debe arrancar cualquier creador en nuestro contexto cultural. La primera es que el amor no deja de enturbiar la relación central, no permitiendo nunca que los dos personajes se hagan daño mutuamente, pero sí sometiéndolos a un sufrimiento evitable si no coquetearan con la asociación entre afecto y dolor tan propia de la filosofía del amor romántico. Pero esperar que un producto cultural exponga una teoría contraria al amor y que, a pesar de ello, encuentre la forma de ser sacada al mercado con ánimo de lucro es, de momento, cultura-ficción.

La segunda es que, a pesar de la relativa mezquindad de los personajes que rodean a la pareja protagonista, y de que ésta aparece bajo una luz siempre más dignificante, no se evita la ambigüedad ante una posible condena moral de su comportamiento y rol de género. La película no deja claro que no estemos ante las víctimas de una tragedia biológica, o de una decisión moral discutible, en vez de ante dos personas que, desde la más plena libertad, eligen oponerse a la sociedad de su tiempo (y del nuestro) acertando con ello. La moda de la suspensión del juicio por parte del autor podría ser llevada, si se atendiera a sus defensores, hasta el absurdo del no pronunciamiento con respecto a la ley de la gravedad (de modo que, cada vez que un objeto cayera, se sacara su caída del plano para no “condicionar” la interpretación del espectador que, según su criterio, decidiría si flota o impacta contra el suelo). En este caso parece que la valentía de Dora y Lytton está aún tan por encima de la de sus propios defensores que obliga a éstos a presentarlos como unos posibles discapacitados.

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